Entonces el río de agua
y dejabas de sentir la punta de los dedos
que tímidamente se animaban a recorrer
su superficie escarchada.
Cual cebollas
nos cubrían mil capas de ropa,
pero lo que evitaba que el frío nos lastime
era ese abrazo.
Tan ligero
y tan desnudo.
Entonces, nos capturaron.
No opusimos resistencia
y el río que bordeamos ahora,
se dice que es de tiempo.
Seguimos a su vera, pero no hay corriente.
Está tranquilo, ya no hay prisa.
No somos nosotros, son ellos:
los piojitos.
Andarán buscando piedras delgadas y escurridizas
para hacer sapito por el río infinito.
No podemos verlos,
tuvimos que dejarlos para vivir su vida,
pero si aguzamos el oído, están ahí.
Cuando reímos, ríen
y cuando peleamos,
nos parecemos a ellos y los cuatro nos confundimos.
A veces,
me voy de viaje
escondida en el reloj
y me parezco a ella.
Con una campera demasiado grande para su pequeñez
y la enorme responsabilidad de no manchar
los zapatos blancos.
Cuando corro el riesgo de completar la metamorfosis,
cuando la nena tiene el berrinche de viajar al presente, entonces
me sacas.
Las agujas se acomodan.
Me das una campera a medida y me decis que busquemos nuevos cauces.
Que nos metamos al agua esta vez,
hasta la cintura aunque sea.
Ya sabemos nadar.
Vamos a zambullirnos, dale.
Hasta que otro ojo nos capture.
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