Un simple cambio en la mirada
es una dentellada rabiosa a mis certezas.
Percibo todo,
incluso lo invisible,
incluso lo irreal.
Cuando me río de más,
cuando me hablan de menos,
el ambiente se vuelve turbio,
tenso,
que pienso que cada uno de mis suspiros
puede cortar el hilo que cuelga
entre mi y los otros,
y me ahogo
en piletas vacías
donde sólo nado yo
y los miedos.
Los días tras un error
-que no es tal
sino en mi cabeza-
son fatales.
Me desvivo
en pasados
irrecuperables
tratando nadar
contra una corriente
más fuerte que mi arrepentimiento.
No hay calma,
lo juro,
para el obsesivo.
No hay reflejo
que calme mis flaquezas,
me veo rota
en cristales ingleses
y escuálida
en la convexidad de una cuchara.
La ropa planchada se vuelve laicra,
me apreta,
me sofoca
y adopto un traje de ñopren
que me sumerge
de espaldas
hacia mi pileta vacía.
Busco a alguien
que en vez de darme un casco
y rodilleras
me saque el traje
y me oblige
a no escapar de la maraña de hilos
que tejo en el vacío.
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